domingo, 8 de septiembre de 2013

CONSIDERACIONES SOBRE LA TRADUCCIÓN (recuerdo de 1994)


       Probablemente, el individuo que se sienta ante un texto para traducirlo (es decir, el traductor, pero no siempre) tiene que afrontar tres problemas básicos. Desde que Newton enunció sus leyes, e incluso antes, los interrogantes de la física apuntaban a tres coordenadas básicas: velocidad, espacio y tiempo: v=e/t (o cualquiera de sus variantes). Es decir, aparentemente tan dispares, la traducción y la física comparten las mismas dificultades. No parece demasiado descabellado señalar que el oficio del traductor se asemeja al arte del funambulista. Éste debe luchar contra la gravedad, la tensión del cable y su propio equilibrio, aquél se ve inmerso en un torbellino de fuerzas del que no podrá huir si no es a través de su propia intuición.

       Para el traductor el "espacio" es el texto en la lengua original, es su campo de juego, su circo romano y, en cierto modo, su zoológico particular. En esta arena debe situarse para lidiar el toro de su propio yo y de su lengua. Pero el "espacio" no se reduce solamente a unos gráficos impresos en un papel, es necesario conocer al autor, desentrañar unos significados y, quizá lo más importante, establecer una identificación entre el "yo-traductor" y el "tú-lector-autor". Llegados a este punto se comienza a hablar de la imposibilidad de la traducción: el traductor ha de ser el mejor lector del texto, suposición a todas luces imposible si tenemos en cuenta que el único lector perfecto es el propio autor; segundo, el traductor debe ser uno con el texto para poder llegar (si tiene suerte) a imbuirse del pensamiento del autor. Sin embargo, esta acuciante imposibilidad configura la belleza del arte de traducir; es una relación erótica entre texto-autor-traductor que sólo tiene un fin (al menos si hablamos de literatura), el paroxismo de la relación traductora.

       La "velocidad", en cambio, es la dimensión más oculta, la alquimia de la traducción, la psicología del verso... es, en definitiva, la caída de la espada de Damocles sobre la palabra, la aprehensión del significado y el significante en el mismo movimiento, rápido y profundo. La "velocidad" no es equiparable a la rapidez. Ésta nos conduce a un precipicio desde donde la traducción/traición deberá suicidarse; en cambio aquélla nos lleva a la unión con el texto, a la cópula definitiva entre dos lenguas que el traductor, como voyeur de excepción, debe observar desde la barrera. Sí, el traductor debe ser humilde, desaparecer en la batalla, ser árbitro y juez, pero nunca parte.

       El "tiempo" más que una cuestión es una simple desgracia: "esta traducción para mañana (50 folios) y sin ningún error". La belleza del "espacio" y lo mágico de la "velocidad" nos llevan al placer indescriptible que produce la visión de un trabajo felizmente acabado... Sin embargo, el "tiempo" se presenta como un ogro que jadea sobre el cuello del traductor mientras éste dobla su cerviz ante el trabajo.

       Pero (Einstein lo señaló hace tiempo) no todo está, como en principio podría parecer, tan ajustado a unas leyes concretas. El traductor, como individuo, debe afrontar luchas personales con, contra y fuera del texto. Como ya hemos visto, las dificultades no sólo se limitan al área de lo textual, existen limitaciones intelectuales que ponen al traductor ante el problema de la humildad. Un traductor sin humildad es como un escritor sin tinta, acabará rasgando el papel ante la imposibilidad de avanzar en su narración.

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